Sólo en 2020 se reportarán 85 masacres y el asesinato de 292 líderes sociales, entre los cuales se contará el activista por los derechos humanos en Colombia, Jorge Luis Solano Vega.Jorge Majfud
Dos años antes del nacimiento de las FARC, en febrero de 1962 el teniente general William Yarborough promovió la idea de los grupos paramilitares “entrenadas de forma clandestina para la represión” en América Latina como forma de combatir a los nuevos grupos progresistas y a los activistas sociales sin involucrar ni a Washington ni a los ejércitos nacionales a los que financiaban, ni a los oficiales entrenados y adoctrinados en las escuelas militares de Virginia, Georgia, Panamá y en las propias escuelas militares de los países latinoamericanos.
En Colombia, esta idea de “special forces” prendió rápidamente porque ya existía en la práctica y en la cultura rural desde las dictaduras de la primera mitad del siglo XX. Desde los años cuarenta, los hacendados financiaban sus propias milicias para extender sus territorios en nombre de la defensa de sus territorios y de la propiedad privada. Con un conocimiento limitado y chueco de El Bogotazo de 1948 que siguió al asesinato del carismático candidato Jorge Eliécer Gaitán, el general estadounidense Yarborough recomendó crear en Colombia “una estructura cívico-militar que pueda ser usada para presionar en favor de reformas a través de la propaganda anticomunista y, en la medida de lo posible, pueda ejecutar acciones paramilitares, sabotajes y actividades terroristas contra cualquier simpatizante comunista. Este plan debe ser apoyado por Estados Unidos”. A continuación, recomendó el envío de US Special Forces Trainers (Fuerzas Especiales de Entrenamiento de Estados Unidos) para facilitar una operación a largo plazo. Todo un éxito.
Como observa el activista y profesor de la University of Pittsburgh, Daniel Kovalik, en la primera década del siglo XXI, gracias a los 10.000 millones de dólares transferidos por Washington a Bogotá para la “contrainsurgencia” y la lucha contra las drogas del Plan Colombia, 10.000 jóvenes colombianos pagaron con sus vidas la maravillosa idea nacida en una pulcra oficina de Estados Unidos. En la Frontera salvaje y, en particular, en Colombia, desde hace décadas, la regla consiste en hacer pasar a las víctimas asesinadas por guerrilleros caídos en combate. Los “falsos positivos” no son solo una tradición colombiana, pero en Colombia se dicta cátedra. Cuantos más falsos positivos, cuantos más peligrosos rebeldes asesinados o reportados como inminentes amenazas, más millones de dólares en ayuda es enviada por Washington para apoyar la lucha por la Democracia y la Libertad de las sacrificadas clases dirigentes de esos países. Esta estrategia no es nueva ni nació en Colombia. Es un viejo recurso de la clase dirigente latinoamericana que hunde sus raíces en el siglo XIX y rápidamente olvidó de dónde provenía su pasión y su odio por los de abajo a quienes, más recientemente, se comenzó a llamar comunistas o marxistas sin que ni uno ni otros hubiesen leído un sol libro o un solo artículo publicado en Nueva York por un lejano y complicado filósofo alemán llamado Karl Marx.
Según la ONU, en Colombia la práctica de los falsos positivos es sistemática sólo en 30 de los 32 departamentos colombianos. El 10 de setiembre de 2016, el New York Times detalló cómo un grupo financiado para actividades insurgentes se convirtió en un escuadrón de la muerte que controla la costa norte de Colombia. Desde el año 2000, estos grupos de extrema derecha cometieron cientos de masacres que pasaron desapercibidas por la comunidad internacional. Un día antes de los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, el 10 de setiembre de 2001 el secretario de Estado Colin Powell declaró que, como prueba de la posición contra el terrorismo de Estados Unidos, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) habían sido clasificadas como “organizaciones terroristas”. El comunicado de la Secretaría de Estado reconoció la autoría de 75 masacres por parte de la AUC sólo en un año, aparte de torturas y asesinatos sistemáticos. El golpe moral no afectó de forma significativa las fuentes de financiación de estos (ahora llamados) grupos terroristas. Los paramilitares continuaron secuestrando, torturando y forzando el desplazamiento de miles de colombianos, en su mayoría pobres y sin poder de organización. Un número significativo de desplazados de forma sistemática en favor de las compañías madereras, son miembros de las etnias afrocolombianas de la costa pacífica, mientras más de la mitad de los grupos indígenas se encuentran en el proceso de extinción por las mismas razones. No por casualidad, según diversas ONG como PBI Colombia o la británica ABColombia, el 80 por ciento de los abusos a los derechos humanos de la población colombiana y el 87 por ciento de los desplazados se registran en áreas donde operan las mineras internacionales. Al igual que en otros países ricos en recursos mineros de oro y de petróleo, la población local no solo es desplazada de sus tierras sino que quienes permanecen deberán sufrir de la contaminación de una explotación irresponsable, como el envenenamiento con mercurio. Es el caso de la mina de carbón a cielo abierto de Cerrejón, propiedad de ExxonMobile (luego vendida a Glencore and BHP Billiton), la cual en 2001, con la invalorable ayuda de los patriotas paramilitares, arrasó con toda una comunidad de colombianos negros e indígenas wayú, alguna vez conocida como villa de Tabaco, en La Guajira. Desde entonces, activistas como Francia Elena Márquez (también víctima de atentados contra su vida) han logrado algunas victorias en el Congreso colombiano con el reconocimiento de algunos derechos que no fueron puestos en práctica en su totalidad.
Por décadas, Washington continuó transfiriendo miles de millones de dólares al ejército colombiano para su lucha contra las FARC y el tráfico de drogas sin disminuir y mucho menos terminar con la violencia y las matanzas de pobres. Luego del comunicado de 2001 de la Casa Blanca, en un lapso de apenas diez años, los paramilitares (solo por casualidad, algunos vestían uniformes de los Marines Corps) ejecutaron a más de 100.000 personas en Colombia, en su mayoría activistas, campesinos y pobres. Colombia, sede del mayor sistema de bases militares de Washington en América del Sur, no sólo se ha distinguido por sus carteles de las drogas y sus exportaciones a Estados Unidos sino que, sobre todo luego del fin de las guerras civiles en América central, ha sido la capital del crimen paramilitar en el continente.
Nada de esto ha sido suficiente para cuestionar su sistema democrático, los crímenes sistemáticos y las injusticias sociales financiadas por los intereses de las corporaciones internacionales y el cacicazgo criollo. Para el siguiente año al acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC-EP, de los 321 asesinatos de líderes defensores de los derechos humanos en el mundo, 126 ocurrieron en Colombia. Ese mismo año, el segundo país más peligroso del mundo para los defensores de los Derechos Humanos fue México, con 48 asesinados, el tercero Filipinas, con 39, el cuarto Guatemala con 26 y el quinto Brasil con 23. Todos, tal vez menos uno, son países latinoamericanos protegidos por Washington y con una larga historia de intervenciones de sus trasnacionales. Las cifras se han mantenido más o menos iguales desde entonces. En los llamados países de la “troika de la tiranía”, Venezuela registrará cinco asesinatos ese mismo año, Nicaragua cero y Cuba cero.
Este fermento de violencia paramilitar en favor de las grandes compañías extranjeras y de los hacendados más poderosos, sedientos de nuevos recursos mineros y más tierras para la industria agropecuaria, hicieron popular al presidente Álvaro Uribe, quien también explotó el centenario lema anglosajón de “la ley y el orden” (nuestra ley, nuestro orden) como pocos. Uribe es un poderoso hacendado vinculado al narcotráfico, según la misma embajada de Estados Unidos en los años 90 y según los informes del gobierno de George W. Bush en la década siguiente, lo cual no impidió ser condecorado por el mismo presidente Bush.
II
En 2008, mientras miles de tumbas cerradas por los paramilitares eran abiertas por la investigación de Justicia y Paz, el exsenador y primo del presidente colombiano, Mario Uribe Escobar, fue acusado y condenado a cuatro años y medio por sus conexiones con el paramilitarismo. A pesar de las confesiones, los documentos, las fotografías y los abundantes videos que vinculan a los paramilitares con figuras reconocidas de la política colombiana, el gobierno nunca se cansará de negar cualquier vínculo comprometedor. Lo mismo el ala colaboracionista de la oposición venezolana, de paso por el país vecino.
Pero el poder es astuto como un zorro. No sólo sabe negociar sino también despistar al más desconfiado. Durante la presidencia de Álvaro Uribe se extraditaron a Estados Unidos varios de los miembros responsables del narcotráfico, de abusos sexuales sistemáticos contra mujeres y menores, y de masacres de miles de víctimas que cada tanto aparecen en fosas comunes. Los acusados sólo son extraditados por la primera razón, el narcotráfico. Para sorpresa o para confirmación de sospechas por parte de los activistas de derechos humanos, en Estados Unidos los criminales obtuvieron condenas que rondan los diez años y algunos recibieron, como premio, la residencia permanente en este país. Una posible razón radica en que muchos tenían conexiones con el presidente Álvaro Uribe y con Washington, y convenía acusarlos por una parte de sus crímenes en lugar de remover el resto, logrando confesiones parciales a cambio de penas mucho más generosas que no se adecúan ni a terroristas ni a genocidas. Por si esta jugada no fuese suficiente para considerarla una genialidad, de esta forma los paramilitares extraditados no pudieron ser investigados por la justicia de Colombia, a la que el presidente Uribe acusa de izquierdista y de tener simpatías por las víctimas, como si la justicia estuviese para otra cosa. Antes del arresto y deportación de los cabecillas paramilitares, sus casas y oficinas fueron saqueadas por las fuerzas de seguridad, por lo cual la justicia colombiana nunca tuvo acceso a ninguna de sus computadoras o archivos personales. En Estados Unidos, a uno de los jefes paramilitares, Salvatore Mancuso, se le escapan algunos datos en medio de la investigación por narcotráfico. Los escuadrones de la muerta no sólo recibían dinero de Chiquita Bananas, sino de otras multinacionales estadounidenses como Dole y Del Monte. Dole Company es el nuevo nombre de la Standard Fruit Company, una de las bananeras responsables de la manipulación política en procura de buenos negocios en América Central que solían resolverse con alguna invasión o “cambio de régimen” a principios del siglo XX. Chiquita Bananas es el nuevo nombre de la United Fruit Company, también responsable de golpes de Estado en países como Honduras y Guatemala, que llevaron a la destrucción de sus democracias, a la militarización de sus sociedades, a la radicalización del racismo local, y a la masacre de cientos de miles de gente sin importancia.
El 13 de enero de 2009, una semana antes de dejar la presidencia y a su país en medio del caos económico, el presidente George W. Bush le colgó la Medalla Presidencial de la Libertad a su amigo, el presidente Álvaro Uribe. En su discurso en la Casa Blanca, el presidente, que con su invasión a Irak inventó de la nada una de las peores tragedias humanitarias de la historia de Medio Oriente, resaltó el mérito del presidente colombiano por apegarse siempre a la ley y la democracia en su lucha contra los grupos terroristas que asolaban su país. Su ley, su democracia.
Una década más tarde, el vicepresidente de Donald Trump, Mike Pence, presionará para que el poderoso servidor y expresidente Álvaro Uribe sea liberado de su arresto domiciliario. El 14 de agosto de 2020, en un apasionado tweet, escribirá: “nos unimos a todos los amantes de la libertad del mundo al llamado a los oficiales colombianos para que dejen a este héroe, distinguido con la Medalla Presidencial de Estados Unidos a la Libertad, pueda defenderse a sí mismo como un hombre libre”. Su libertad, su héroe. Como fue el caso de Manuel Noriega y tantos otros, sus históricas conexiones reportadas por los mismos funcionarios de Washington con el terrorismo paramilitar y el narcotráfico en nombre de la paz y la lucha contra el narcotráfico, de repente, no existen.
Luego de la desmovilización formal de la AUC en 2006, diferentes grupos paramilitares se organizaron en diferentes bandas criminales de extrema derecha (Bacrim). En la actualidad cuentan con varios miles de miembros activos, continuando así la tradición de los paramilitares de aterrorizar y desplazar a la población más vulnerable en nombre de una autodefensa que precede a cualquier ataque y por el interés de propietarios más poderosos, entre los que se cuentan los mafiosos del narcotráfico.
En los años por venir, las masacres continuarán agregando miles y miles de ejecutados, ninguno rico o poderoso. El dinero inyectado por Washington a la “Guerra contra las drogas” se filtra de la policía y los militares a los paramilitares que ahora dominan los carteles de la droga. Con el desarme de las FARC, la tradición del paramilitarismo, responsable de más del 80 por ciento de los asesinatos en el largo conflicto, encontrará nuevos espacios para sus negocios. Con excepción de los intereses especiales de las sagradas corporaciones, de las siempre bienvenidas inversiones extranjeras, la indiferencia del resto del mundo continuará como si nada. Cada tanto, los pobladores y la policía de localidades insignificantes descubrirán fosas con decenas de víctimas, cada una (según los dueños del país y del mundo) con su merecido disparo en la cabeza.
El 15 de agosto de 2020, nueve jóvenes serán masacrados al sur del país por uno de los múltiples grupos que actúan por diferentes regiones del país, subiendo a 33 la cifra de masacres de ese año. Aunque al principio se intentará atribuir las muertes al grupo guerrillero ELN, la matanza tendrá como objetivo demostrar el poder de estos grupos paramilitares, como Los Contadores. Diez días después, otros tres jóvenes correrán la misma suerte. El 20 de julio de 2020, el Indepaz registrará que solo en cuatro años fueron asesinados casi mil líderes sociales, “971 desde la firma del acuerdo de paz el 24 de noviembre de 2016 hasta el 15 de julio de 2020”. Para finales de 2020 esa cifra habrá superado las mil víctimas. Sólo en 2020 se reportarán 85 masacres y el asesinato de 292 líderes sociales, entre los cuales se contará el activista por los derechos humanos en Colombia, Jorge Luis Solano Vega.
El 20 de setiembre de 2020, el secretario de Estado Mike Pompeo, en su cuarta visita a Colombia en dos años (esta vez para intervenir en una “Cumbre antiterrorista” y anunciar otros 5.000 millones de dólares para el programa Colombia Crece), acusará a Venezuela de ser un narcoestado y acusará al régimen venezolano de haber “brindado refugio seguro, ayuda y alberge a terroristas” de las FARC. Del mayor tráfico de drogas de las Américas, del terror sin competencia del paramilitarismo colombiano y de los terroristas de variadas nacionalidades (según el FBI) que disfrutan de las playas de Florida, ni una palabra. El mismo secretario de Estado, para entonces habrá reconocido en la Texas A&M University: “yo he sido director de la CIA y les puedo asegurar que nosotros mentimos, engañamos y robamos; tenemos cursos enteros de entrenamiento para eso”.
Esta confesión se echará rápidamente al olvido, como casi todo.
http://www.lapluma.net/2021/05/11/colombia-una-democracia-paramilitar/
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