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Por: Christian Peñuela – mayo 4 de 2011
El 24 de abril de 1991 fueron asesinados los periodistas Jorge Enrique Torres y Julio Daniel Chaparro, quienes se encontraban investigando la masacre de Segovia (Antioquia), crimen de lesa humanidad en el que murieron cuarenta y tres personas y que fue perpetrada el 11 de noviembre de 1988 por paramilitares al mando de Fidel Castaño. Veinte años después del atroz crimen, la justicia colombiana adoptó una decisión polémica: la Fiscalía dictó la prescripción del caso y, con ello, la impunidad sigue reinando.
Por los días en los que estos periodistas fueron asesinados, paradójicamente, se construía y firmaba la Constitución Política de 1991, donde se consagra el derecho de toda persona a la libertad de expresión y opinión, a la información libre y veraz y a la protección de la actividad periodística bajo condiciones de libertad e independencia profesional. Tras veinte años del asesinato de estos periodistas, presuntamente a manos de grupos paramilitares en complicidad con el Ejército, los familiares de las víctimas se enfrentan a los mecanismos usuales de impunidad.
En la decisión, emitida por un fiscal de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación, se asegura que no se encontraron motivos ni evidencias de fuerza probatoria que pudieran determinar que este doble crimen se haya ejecutado por la labor periodística que desempeñaban los comunicadores en el lugar de la masacre. Sin embargo, no quedan aún claros los elementos que se tuvieron en cuenta en la investigación del ente acusador ni qué fue exactamente lo que sucedió.
Jorge Enrique Torres y Julio Daniel Chaparro arribaron hasta Segovia con el fin de informar acerca de uno de los capítulos más violentos de la historia reciente en Colombia. Este cubrimiento tenía la intención de hacer un trabajo de investigación con las víctimas de esta masacre, luego de la incursión del grupo paramilitar llamado Muerte a Revolucionarios del Nordeste Antioqueño, que arrasó y desplazó a decenas de familias de campesinos en la zona, con la anuencia de la Fuerza Pública. El motivo: la Unión Patriótica había echado raíces allí y había logrado ganar las elecciones locales, posesionando a Rita Tobón como alcaldesa, lo cual amenazaba, como se ha comprobado en los estrados judiciales, el poder de políticos locales de ultraderecha, como el exministro César Pérez García, quien está preso en este momento como autor intelectual del crimen de lesa humanidad.
Haciendo gala de un periodismo comprometido y consecuente, estos periodistas arriesgaron sus vidas para informar a la opinión pública y lograr que estos hechos quedaran registrados en la memoria nacional. Sin embargo, las balas los silenciaron, al igual que a los testigos y a los presuntos victimarios, quienes corrieron la misma suerte. Nadie se salvó para dar cuenta de los verdaderos responsables de estos asesinatos y el silencio sigue reinando.
Es evidente que el motivo del asesinato de estos periodistas tuvo origen en acallar una investigación periodística que estaban realizando bajo el título “Lo que la violencia se llevó”, en la cual cubrían varias zonas del país fuertemente afectadas por el conflicto armado, como Carmen de Chucurí (Santander), Vista Hermosa (Meta), Toribío (Cauca) y Tierralta (Córdoba). Esta investigación los condujo a Segovia, donde encontraron la muerte tras unas pocas horas de haber llegado al pueblo.
Era indudable: representaban un objetivo militar para los paramilitares por su investigación y por trabajar para El Espectador, periódico que sufría por ese entonces de una campaña sistemática de desprestigio, amenaza y muerte por parte del Cartel de Medellín, que llegó hasta el asesinato de su director, Guillermo Cano, y a atentar con bomba contra la sede del informativo en Bogotá. Pese a estos antecedentes y sin tener en cuenta la labor peligrosa que realizaban los informadores, la justicia colombiana no encontró pruebas suficientes tras dos décadas de una investigación que no tuvo en cuenta varias de las particularidades del caso.
En primer lugar, los presuntos victimarios, quienes fueron señalados inicialmente por la Fiscalía de pertenecer al Ejército de Liberación Nacional, fueron puestos en libertad por falta de pruebas en su contra y años más tarde también fueron asesinados. En segundo lugar, el caso fue asumido por el abogado y defensor de derechos humanos Eduardo Umaña Mendoza, quien también fue asesinado por paramilitares el 18 de abril de 1998, y la impunidad reinante en su caso ha impedido que se sepa la relación entre sus investigaciones, en casos como la masacre de Segovia y el holocausto del Palacio de Justicia, y su homicidio.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos establece, en la Declaración de los Principios sobre la Libertad de Expresión, que “el asesinato, secuestro, intimidación o amenaza a los comunicadores sociales, así como la destrucción material de los medios de comunicación, viola los derechos fundamentales de las personas a estar informadas y coarta severamente la libertad de expresión. Es deber de los Estados prevenir e investigar estos hechos, sancionar a sus autores y asegurar a las víctimas una reparación adecuada”. Sin embargo, las investigaciones no avanzaron en este sentido y la suerte de estos periodistas, que murieron en cumplimiento de su deber ético y profesional, ha quedado como un claro ejemplo de que la impunidad es la norma por excelencia en este tipo de casos.
El historiador Daniel Chaparro, hijo del periodista Julio Daniel Chaparro, considera estos dos asesinatos como un atentado directo contra la democracia que “mancilla la memoria de los periodistas asesinados y hiere profundamente a los familiares”. Por estos motivos, los familiares de los periodistas han decidido llevar el caso ante la Corte Penal Internacional, en vista de la inoperancia de la justicia colombiana.
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