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domingo, 28 de febrero de 2010

Terrorismo de Estado


Colombia es presentada siempre como una democracia modelo, un país que a lo largo del siglo pasado solo había sufrido un golpe militar, con elecciones periódicas y unas instituciones muy sólidas inspiradas en los más puros principios del estado de derecho. Las inocultables y graves diferencias sociales, la pobreza y otros males que desdibujaban este idílico panorama se justificaban por su condición de país subdesarrollado. Pero la guerra interminable (con sus inocultables episodios de guerra sucia), el interés que despierta el fenómeno del narcotráfico y en particular la política de “seguridad democrática” de Uribe Vélez hacen muy complicado aceptar sin más la imagen positiva que difunden los medios.

Algo debe fallar en los cimientos de esta “democracia modelo” cuando el tráfico de narcóticos alcanza una dimensión tan desmesurada invadiendo todo el tejido social, pervirtiendo la moral de trabajo, convirtiéndose en uno de los motores de su economía y creando una cultura del dinero fácil y la justificación de cualquier medio que garantice el éxito, sin excluir el asesinato y la masacre. Una sociedad que se descompone con tanta facilidad sugiere que sus estructuras básicas padecen una crisis profunda. El sistema, sencillamente no es capaz de eliminar sus propias toxinas.

Mucho más relevante resulta el prolongado conflicto armado frente al cual los sucesivos gobiernos oscilan entre ofertas de rendición a los insurgentes a cambio de algunas ventajas materiales y la negación categórica de su existencia, desconociendo sus raíces sociales y convirtiendo a los guerrilleros en un simple grupo de delincuentes y bandidos. Además, ya es práctica habitual por parte de las autoridades vincular con la guerrilla a opositores y movimientos reivindicativos, algo que no corresponde a un régimen democrático y de paso suscita preguntas inquietantes. En efecto, si tales vínculos son falsos, el gobierno miente y hace uso de métodos autoritarios que convierten la oposición en una actividad de alto riesgo y –lo que es mucho más grave- expone a los señalados a la acción criminal de los paramilitares y sus socios en las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad. Pero si la acusación de connivencia o simpatía con la guerrilla es cierta, cabe preguntarse el motivo por el cual opositores, activistas sociales y movimientos reivindicativos hacen causa común con una insurgencia que según la versión oficial se reduce a un simple grupo de bandoleros.

También pierde credibilidad la explicación gubernamental que coloca al Estado y sus fuerzas armadas como protectores de una ciudadanía sometida al fuego cruzado de guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes a quienes se combate por igual. La verdad es que cada día se confirman los vínculos estrechos del Estado con la guerra sucia y el paramilitarismo y sus responsabilidades innegables frente al surgimiento y expansión del tráfico de narcóticos. Términos como “narcoestado” y “estado paramilitar” se han vuelto populares. Y no sin razón. Los cambios institucionales introducidos en las últimas décadas (y en particular durante la administración de Uribe) no solo contrarían la Carta Magna que la actual administración ha retorcido a su gusto para beneficio propio, sino que chocan con el ideario liberal clásico por su deslizamiento hacia formas particulares de un fascismo criollo en expansión: se desmantela la institucionalidad, se limitan los derechos personales, se concentra el poder político en un ejecutivo que tiene sometido por completo al poder legislativo e intenta hacer lo propio con el poder judicial, reduciendo al ostracismo los últimos reductos de un grupo de jueces que persisten en la defensa de un Estado de Derecho que ellos se sienten en la obligación de defender.

El muy criticado “Estado de opinión” que hoy propone Uribe como supuesta culminación del Estado de Derecho en realidad no es otra cosa que un “estado de manipulación” apoyado por la clase dirigente y bien promocionado por los medios, propiedad de los poderes locales y de grandes multinacionales como los grupos españoles Prisa y Planeta que ya controlan lo fundamental del espacio informativo del país.

El reciente informe de Human Rights Watch confirma más allá de toda duda la responsabilidad gubernamental en relación a unos grupos paramilitares que no han desaparecido como sostiene el gobierno sino que siguen delinquiendo en las mismas condiciones de impunidad de antes, contando con autoridades que hacen la vista gorda y que en no pocas ocasiones están involucradas ellas mismas en las actividades delictivas de las ahora llamadas “bandas emergentes”. En el mismo sentido se han pronunciado varias delegaciones parlamentarias europeas y hasta los socios de Washington acaban de llamar la atención a Bogotá, incómodos con la generalización de la violencia contra las organizaciones sindicales y campesinas.

La cadena de escándalos sobre la violación de los derechos humanos en el país hace ya imposible entonces que el Estado intente eximirse de sus responsabilidades. A estas alturas es insostenible la versión oficial según la cual el asesinato de civiles que se presentan luego como guerrilleros dados de baja (los “falsos positivos”) corresponde siempre a casos excepcionales, manzanas podridas a extirpar del cesto impoluto de un ejército respetuoso de la ley y que tiene inclusive un departamento de “derechos humanos”. Pero la verdad es que formar grupos paramilitares es una vieja tradición gubernamental en Colombia. Ciertamente que nunca como hoy el fenómeno había alcanzado tal dimensión (con la directa asesoría de oficiales y mercenarios estadounidenses) pero con diversas denominaciones ha sido una práctica oficial habitual. Fomentar estos grupos forma parte de la estrategia militar y explica la colaboración permanente entre militares y paramilitares adelantada contra poblaciones que real o potencialmente pueden resultar simpatizantes de la insurgencia.

El deterioro de la legalidad en todas sus esferas reduce día a día los pocos espacios democráticos que quedaban en el país. Con amarga ironía un dirigente obrero afirmaba que en Colombia resulta menos arriesgado organizar una guerrilla que fundar un sindicato. Y razones no le faltan a juzgar por el interminable rosario de asesinatos de sindicalistas reportados entre otras por la OIT. Defender presos políticos, denunciar la violación de los derechos humanos, hacer uso de la libertad de expresión y condenar los crímenes oficiales acarrea por lo general malas consecuencias. Organizar un movimiento cívico, una marcha pacífica, una manifestación estudiantil o una huelga se puede saldar con cárcel, despidos, persecución, señalamiento, exilio o muerte, ya sea a manos de las “fuerzas del orden” o como la enésima víctima de las bandas armadas de la extrema derecha.

Existen pues muchos factores que llevan a pensar en la democracia colombiana como un ente al borde de convertirse en un estado autoritario con visos de ir a peor y en donde la guerra sucia, convertida en política oficial no merece otro calificativo que terrorismo de Estado, es decir, una política destinada a someter a la población a través del miedo y la violencia indiscriminada. Muy complicado lo tendrá un gobierno nuevo que salga de las próximas elecciones si es que se consigue derrotar al oficialismo. Ahora bien, si la estrategia de la “seguridad democrática” se mantiene (con o sin Uribe en la Casa de Nariño) nada promete mejores días a la sociedad colombiana. Las perspectivas no pueden ser más pesimistas y, sin duda, el terrorismo de Estado aparece desde ya como uno de los mayores obstáculos atravesados en el camino de la paz.


Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)

  www.argenpress.info/2010/02/terrorismo-de-estado.html

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