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viernes, 13 de mayo de 2011

ALCANCES REPRESIVOS DE LA POLICIA NACIONAL

 foto.diarioADN-cali

Dadas las constantes denuncias por los atropellos cometidos por integrantes de la policia nacional de colombia y en especial por el escuadron anti-disturbios " ESMAD", en donde la poblacion civil resulta ser la mas afectada y en especial aquellos ciudadanos que reclaman sus derechos en las diversas manifestaciones que tanto trabajadores como comunidad estudiantil, indigena, negritudes, etc,etc,etc,realizan en nuestro pais,  publicamos a continuacion el texto  " Regulación constitucional e internacional de la Policía: naturaleza y límites de su poder coercitivo". de la corte constitucional, segun sentencia  C-265 del 2002  y  T-772 del 2003 frente a tutelas instauradas por vendedores ambulantes.
es de resaltar que los atropellos se dan en muchas ocasiones de manera aislada en donde un ciudadano de apie debe enfrentar los abusos de uno, dos o varios agentes del orden, y estos muchas veces quedan en el anonimato, entre otras pro lo engorroso que resulta recurrir a los organismos de control  y en otras por las amenazas  que reciben quienes se atreven a denunciar.
independientemente de todo lo anterior expuesto es valido tener herramientas que nos sirvan para afrontar  lo que se pueda presentar, sin dejar de reconocer que de por si el estado colombiano es de  mentalidad represiva y violenta y que se hace muy dificil, casi que imposible  recurrir a la justicia, no son pocos los casos de impunidad frente a los casos denunciados.



"Regulación constitucional e internacional de la Policía: naturaleza y límites de su poder coercitivo".
corte constitucional
S- 265 del 2002

Regulación constitucional e internacional de la Policía: naturaleza y límites de su poder coercitivo.

Según ha explicado esta Corporación en anteriores oportunidades[1], el régimen constitucional colombiano otorga diversos sentidos a la noción de “policía”: (i) por una parte, se refiere ciertas formas de la actividad coercitiva del Estado que se engloban bajo la categoría genérica de “policía administrativa”, tendientes a preservar el orden público y restablecerlo cuando fuere turbado: se trata del poder, la función y la actividad de policía, cada uno de los cuales es ejercido por determinadas autoridades y funcionarios competentes, dentro de los límites que le son propios; (ii) por otra parte, se refiere a la colaboración que prestan ciertos organismos a las autoridades judiciales en el desempeño de sus funciones de investigar los delitos: la “policía judicial”.

El ejercicio de la policía administrativa implica, por su finalidad de preservación del orden público, la posibilidad de regular y limitar los derechos y libertades de los asociados, a través de distintos pasos: (a) por una parte, se ejerce a través de la expedición de normas generales de comportamiento para las personas, por medio del “poder de policía”; (b) por otra parte, implica la expedición de actos jurídicos concretos para aplicar las normas de policía a situaciones particulares, a través de la “función de policía”; y (c) finalmente, los actos expedidos en ejercicio de dicha función de policía son ejecutados a través de operaciones materiales por parte de los cuerpos y agentes uniformados que detentan materialmente la fuerza pública: es la “actividad de policía”.

La distinción entre el poder, la función y la actividad de policía, que resulta crucial para el estudio del caso bajo revisión, ha sido delimitada jurisprudencialmente en los términos siguientes:

(a) El poder de policía consiste en la facultad de dictar las normas de policía que regulan el comportamiento ciudadano, garantizando el orden público y el ejercicio de las libertades y derechos ciudadanos. Se trata, así, de un poder de índole normativa, con naturaleza limitativa de las libertades personales en términos previos, impersonales y abstractos.

(b) La función de policía es la “gestión administrativa concreta del poder de policía, ejercida dentro de los marcos impuestos por éste”; se trata de la concreción de los mandatos elaborados por las autoridades que detentan el poder de policía, para así aplicarlos a casos y situaciones concretas. La función de policía, que implica el ejercicio de un determinado poder decisorio reglado –esto es, limitado por los preceptos de la norma de policía-, es ejercida por las autoridades administrativas, no uniformadas, de policía, a quienes se les ha asignado tal competencia por parte del poder de policía: los Superintendentes, los Alcaldes, los Inspectores de Policía. Sobre esta función, se explicó en la sentencia T-490 de 1992, recién citada: “La función de policía puede dar lugar al ejercicio de la potestad sancionatoria por parte de las autoridades administrativas. El ejercicio de la función de policía exige el uso racional y proporcionado de la fuerza, así como la escogencia de los medios más benignos y favorables para proteger los derechos fundamentales al momento de contrarrestar los peligros y amenazas que se ciernen sobre la comunidad. Desde una perspectiva constitucional, la imposición de penas correctivas por parte de la administración no riñe con las normas constitucionales relativas a los derechos fundamentales, siempre y cuando en el procedimiento respectivo sean respetadas las garantías procesales que protegen la libertad personal y el debido proceso (CP arts. 28, 29 y 31), sin perjuicio desde luego de mantener abierta la posibilidad de recurrir ante los jueces en defensa de sus derechos constitucionales fundamentales (CP art. 86)”.

(c) La actividad de policía, ejercida por los oficiales, suboficiales y agentes del cuerpo armado de la Policía Nacional, que forma parte de la Fuerza Pública, consiste en la simple ejecución material de las decisiones adoptadas por los funcionarios que detentan la función de policía. En ese orden de ideas, los agentes uniformados de policía son meros ejecutores del poder y de la función de policía; no expiden actos ni adoptan decisiones, sino que actúan. Sólo pueden cumplir sus funciones constitucionales y legales frente a la existencia de un mandato u orden, específico o general, ocasional o permanente, expedido por un funcionario de policía dentro de los límites trazados por el poder normativo de policía. Se trata de una actividad estrictamente material, no jurídica, en virtud de la cual no se puede reglamentar ni regular la libertad; igualmente, en el contexto de un Estado de Derecho, se trata de una actividad material estrictamente reglada: dicha regulación jurídica es necesaria en la medida en que, a diferencia de los actos normativos y jurídicos de policía, los actos materiales de la policía provocan, precisamente por su carácter material, consecuencias sobre las personas, especialmente sobe su integridad corporal, que pueden llegar a ser irremediables –puesto que las operaciones materiales, una vez ejecutadas, no se pueden anular ni deshacer-.

En el marco de la distinción reseñada entre el poder, la función y la actividad de Policía, ha explicado la Corte, en la antecitada sentencia C-024 de 1994: “la Policía, en sus diversos aspectos, busca entonces preservar el orden público. Pero el orden público no debe ser entendido como un valor en sí mismo sino como el conjunto de condiciones de seguridad, tranquilidad y salubridad que permiten la prosperidad general y el goce de los derechos humanos. El orden público, en el Estado Social de Derecho, es entonces un valor subordinado al respeto a la dignidad humana, por lo cual el fin último de la Policía, en sus diversas formas y aspectos, es la protección de los derechos humanos. Estos constituyen entonces el fundamento y el límite del poder de policía. La preservación del orden público lograda mediante la supresión de las libertades públicas no es entonces compatible con el ideal democrático, puesto que el sentido que subyace a las autoridades de policía no es el de mantener el orden a toda costa sino el de determinar cómo permitir el más amplio ejercicio de las libertades ciudadanas sin que ello afecte el orden público”. Así, el ejercicio de estas tres manifestaciones de la actividad estatal de policía administrativa, tendiente a garantizar el ejercicio ordenado de los derechos y libertades en el marco del orden público, se encuentra limitado de entrada por los mandatos de la Carta Política, y por su finalidad misma. En ese sentido, la Corte Constitucional ha trazado ciertas pautas y límites de necesaria observancia por parte de quienes integran y ejercen la policía administrativa, entre los cuales sobresalen los siguientes por su importancia para el asunto bajo revisión:

- En la medida en que se trata de funciones ejercidas en el marco de un Estado de Derecho, el poder, la función y la actividad de policía están sometidas de entrada –y en forma estricta, por afectar los derechos y libertades de las personas- al principio constitucional de legalidad. Esto quiere decir que cualquier ejercicio de la coerción estatal, esto es, de la fuerza legítima que detenta el Estado, por parte de los funcionarios de policía y de los miembros del cuerpo uniformado de Policía, deben estar sustentados en un determinado título jurídico de coerción, expedido en forma de norma por los titulares del poder de policía, de conformidad con lo dispuesto en la Constitución Política; en otras palabras, las autoridades que detentan el poder de policía pueden y deben crear las disposiciones necesarias para asegurar y preservar el orden público conciliador de las libertades, previendo las medidas de coerción indispensables para restringir, en forma necesaria y proporcionada, el ejercicio de los derechos y libertades individuales. En ausencia de tales títulos jurídicos de coerción, expresados en una ley o reglamento de policía, no podrá ejercerse ni la función ni la actividad de policía consiguientes, por carecer de fundamento legal. Y una vez expedido tal título por el poder de policía, corresponde a las autoridades judiciales controlar la legalidad de su materialización a través de la función y la actividad de policía. Este principio es especialmente importante en lo que toca al ejercicio de la actividad de policía: ésta supone, para poder materializarse en actos concretos, la existencia de un motivo concreto previsto específicamente en las normas de policía que autorizan el ejercicio de la coerción; de no presentarse tal motivo en la realidad fáctica, estrictamente adecuado a su definición legal, no se podrá hacer uso de la fuerza estatal, y de hacerlo, se estará frente a un abuso policivo.

- Toda medida de policía debe estar orientada hacia la garantía y preservación del orden público, concebido no como un objetivo en sí mismo, sino como un medio para permitir el ejercicio de las libertades y derechos de la ciudadanía, por lo cual no puede convertirse en una simple represión de las libertades, y no puede aplicarse para limitar el ejercicio legítimo de los derechos de las personas – únicamente para combatir las perturbaciones a la seguridad, tranquilidad y salubridad colectivas que amenacen con obstaculizar u obstaculicen el pleno ejercicio de tales derechos. En un régimen democrático, el orden público no puede degenerar en una negación de las libertades: debe entenderse como un encuadramiento o regulación jurídica de las mismas, que permite su conciliación y ejercicio armónico. En ese sentido, en un Estado de Derecho, la acción de la fuerza pública se inscribe forzosamente dentro del marco de legalidad reseñado, que le dicta la medida de su poder; por ello, el artículo 1º del Código Nacional de Policía establece que “la policía está instituida para proteger a los habitantes del territorio colombiano en su libertad y en los derechos que de ésta se derivan, por los medios y con los límites estatuidos en la Constitución Nacional, en la ley, en las convenciones y tratados internacionales, en el reglamento de policía y en los principios universales del derecho”. Igualmente, el artículo 1 del Código Distrital de Policía de Bogotá vigente al momento de los hechos (Acuerdo 18 de 1989) dispone que “corresponde a las autoridades de policía del Distrito Especial de Bogotá, garantizar la convivencia pacífica y ordenada de los habitantes del territorio distrital, mediante la protección de los derechos sociales e individuales, ejercidos dentro del marco de las libertades individuales y en armonía con los intereses generales que se derivan de la vida en comunidad”.

- Las medidas adoptadas por la policía sólo pueden ser aquellas que sean estrictamente necesarias para conservar y restablecer de manera eficaz el orden público; “la adopción del remedio más enérgico –de entre los varios posibles- ha de ser siempre la última ratio de la policía, lo cual muestra que la actividad policial en general está regida por el principio de necesidad”[2]. Dicha “necesidad” se refiere a la relación directa entre una situación de hecho y la aplicación de un medio de acción a disposición de las autoridades; se debe analizar con un estándar esencialmente flexible según el tiempo, el lugar y demás circunstancias del caso. Además, se trata de un parámetro que debe guiar tanto a quienes ejercen el poder de policía, como a quienes detentan la función y ejecutan la actividad de policía, arriba diferenciadas: (i) por una parte, al conciliar la libertad y el orden mediante la expedición de la norma de policía, que debe consagrar el título de coerción aplicable a cada situación, quienes detentan el poder de policía deben atender a la necesidad de las restricciones que están autorizando; (ii) a su vez, al enfrentarse al ejercicio concreto de la función o la actividad de policía en situaciones particulares, el juez deberá evaluar la necesidad de tal ejercicio, dadas las características de la situación frente a la cual los funcionarios y agentes de policía han reaccionado. La necesidad opera, así, como la medida de dosificación del ejercicio de la coerción policiva frente a casos particulares. Ello se ve reflejado en las disposiciones del Código Nacional de Policía, cuyo artículo 29 dispone que “sólo cuando sea estrictamente necesario, la policía puede emplear la fuerza para impedir la perturbación del orden público y para restablecerlo. Así, podrán los funcionarios de policía utilizar la fuerza: (a) para hacer cumplir las decisiones y órdenes de los jueces y demás autoridades; (b) para impedir la inminente o actual comisión de infracciones penales o de policía; (c) para asegurar la captura del que debe ser conducido ante la autoridad; (d) para vencer la resistencia del que se oponga a orden policial que deba cumplirse inmediatamente; (e) para evitar mayores peligros y perjuicios en caso de calamidad pública; (f) para defenderse o defender a otro de una violencia actual e injusta contra la persona, su honor y sus bienes, y (g) para proteger a las personas contra peligros inminentes y graves.” En ese mismo sentido, el artículo 30 ibídem establece que “para preservar el orden público la policía empleará sólo medios autorizados por ley o reglamento y escogerá siempre, entre los eficaces, aquellos que causen menor daño a la integridad de las personas y de sus bienes. Tales medios no podrán utilizarse más allá del tiempo indispensable para el mantenimiento del orden o su restablecimiento”.  Igualmente, el Código de Policía de Bogotá vigente al momento de los hechos ordena, en su artículo 3, que “los actos que ejecuten las autoridades de policía del Distrito Especial de Bogotá y las resoluciones que expidan, deben inspirarse en los fines expresados en los artículos anteriores, sin exceder las limitaciones establecidas en la Constitución, las leyes y los reglamentos, en lo referente al ejercicio de los derechos y garantías sociales; ni emplear medios incompatibles con los derechos humanos, escogiendo, entre los autorizados, los más eficaces y que causen menor daño a la integridad de las personas y de sus bienes, teniendo en cuenta que la función de la policía es de carácter eminentemente preventivo y no represivo”; y en su artículo 418 establece que “la policía puede emplear la fuerza solamente cuando sea estrictamente necesario, para impedir la perturbación del orden público y para restablecerlo”.

- Las medidas de policía deben ser proporcionadas, de conformidad con el fin que se persigue y la gravedad de circunstancias en las cuales se aplican; todo exceso está proscrito. La proporcionalidad, definida como una relación de adecuación entre los medios aplicados por las autoridades de policía y los fines que éstas buscan, se manifiesta tanto al nivel del poder de policía –puesto que las normas expedidas en virtud de éste deben prever respuestas proporcionales ante las situaciones que pongan en peligro o afecten el orden público-, como al nivel de la función y actividad de policía –que únicamente podrán concretar y ejecutar, respectivamente, los mandatos del poder de policía, en forma proporcional, según las circunstancias que deban afrontar-.

- En aplicación de las medidas de policía se debe dar cumplimiento al principio constitucional de igualdad; por ello, el ejercicio del poder, la función y la actividad de policía no puede convertirse en fuente de discriminación para ciertos sectores poblacionales, ya que todas las personas tienen derecho a recibir la misma protección por parte de las autoridades (art. 13, C.P.).

De igual manera, la Sala considera necesario precisar que, cuandoquiera que un funcionario o agente de policía hace uso indebido de la coerción estatal que le ha sido confiada frente a un ciudadano, éste último tiene la oportunidad de controvertir la legalidad de la respectiva actuación, para efectos de obtener la protección de sus derechos y el resarcimiento del daño que se haya causado. Así, los funcionarios o agentes de la policía que incurran en ilegalidades o arbitrariedades estarán sujetos a distintos tipos de responsabilidad –civil, penal y disciplinaria-, que pueden confluir frente a una misma actuación irregular. Ello es especialmente importante frente a los actos materiales desarrollados en ejercicio de la actividad de policía, puesto que éstos, por su carácter fáctico, no pueden ser anulados, suprimidos ni “deshechos” una vez se han ejecutado.

Es sobre la base de las anteriores pautas, principios y reglas, que la Sala estudiará las acusaciones concretas formuladas por el actor en el sentido de que se presentó un exceso en el ejercicio de la función y la actividad de policía frente a su caso específico.

4.2. Respeto de la Policía hacia la dignidad del particular: estándares mínimos de comportamiento policial. Trato cruel, inhumano y degradante infligido por agentes de la Fuerza Pública.

La Sala hará referencia, en este acápite, a las graves acusaciones formuladas por el actor en el sentido de que algunos de los agentes que participaban en el operativo del Grupo de Espacio Público desarrollado el día quince (15) de diciembre de dos mil dos (2002) le maltrataron en forma física y verbal. Para estos efectos, se remite a lo expuesto por el actor en su demanda de tutela, reseñada en la primera parte de esta decisión.

4.2.1. La demostración del maltrato policial por parte de los particulares

Como primera medida, la Sala desea efectuar una precisión sobre el estándar probatorio desde el cual se deben evaluar las acusaciones formuladas por los particulares en contra de los miembros de la Fuerza Pública, en el sentido de que han sido víctimas de abusos por parte de éstos. La regla general en materia de pruebas en los procesos de tutela consiste en que quien alega la vulneración de un determinado derecho fundamental debe probar los hechos que sustentan su acusación en la medida en que ello le sea posible[3]; por tal razón, en cierto tipo de casos, en los cuales quien alega la violación de su derecho se encuentra en posición de debilidad o subordinación frente a la persona o autoridad de quien proviene la violación, se ha dado un alcance distinto a dicho deber probatorio, distribuyendo la carga de la prueba en favor de la parte menos fuerte en la relación, de forma tal que ésta únicamente se vea obligada a demostrar –con pruebas adicionales a su declaración consistente y de buena fe- aquellos hechos que esté en la posibilidad material de probar, correspondiéndole a la otra parte la prueba de las circunstancias que alegue en su favor para desvirtuar las acusaciones o cargos formulados en su contra. Así ha sucedido, por ejemplo, en múltiples casos relacionados con discriminación  en el ámbito laboral[4]. La justificación de esta distribución de la carga de la prueba radica en la dificultad con la que cuenta la parte débil de una determinada relación para acceder a los documentos y demás materiales probatorios necesarios para acreditar que cierta situación le es desfavorable y constituye un desconocimiento de sus derechos; es de elemental justicia que sea la parte privilegiada y fuerte, por su fácil acceso a los materiales probatorios en cuestión, quien deba asumir dicha carga procesal.

Para la Sala, esta misma regla probatoria debe ser aplicada en los casos de los particulares que alegan la existencia de una determinada vulneración de sus derechos fundamentales por parte de las autoridades de policía, en particular por los miembros de la Fuerza Pública, es decir, los agentes uniformados que desarrollan la actividad material de policía. La indefensión total del individuo frente a un aparato coercitivo estructurado y fuerte, hace virtualmente imposible para la persona del común tener acceso a los materiales –documentales u otros- que reposan en los diversos archivos institucionales de la Policía, y que son necesarios para acreditar sus acusaciones de maltrato o abuso. Por la facilidad con la cual los derechos individuales pueden ser lesionados mediante el ejercicio arbitrario del poder coercitivo estatal –razón que ha llevado históricamente a la creación y ejecución de claras normas limitantes de tal poder-, es justo que no se imponga a las potenciales víctimas de un abuso policivo el deber de comprobar en forma estricta los hechos que consideran han lesionado sus derechos y garantías fundamentales; después de que tales víctimas hayan presentado una versión consistente y creíble de los hechos, aportando las pruebas que estén a su alcance, dicha carga debe recaer, en estos casos, sobre los funcionarios o instituciones contra quienes se formula la acusación de maltrato, quienes quedarán, por ende, obligados a aportar ante el juez o funcionario de conocimiento todas las pruebas necesarias para acreditar la legalidad de su proceder.

Los organismos internacionales de derechos humanos han aplicado un estándar probatorio similar en casos en que se alega la comisión de excesos por parte de la Fuerza Pública. Así lo hizo, por ejemplo, la Corte Europea de Derechos Humanos, en el caso de Tomasi vs. Francia (abajo reseñado).

Desde esta perspectiva, se pregunta la Sala si las autoridades demandadas en este caso han demostrado, siquiera sumariamente, que carecen de fundamento las acusaciones de maltrato formuladas por el actor –cuya consistencia es notable a todo lo largo del proceso de tutela de la referencia, en el sentido de que fue (a) gravemente insultado en forma verbal por uno de los tripulantes del camión del Grupo de Espacio Público de la Policía, (b) subido y bajado “a empellones” de dicho camión, y (c) amenazado con ser “desaparecido” si llegaba a generar algún problema para el agente que le maltrató, entre otros abusos-.

La respuesta es negativa; las autoridades demandadas no aportaron ninguna prueba sobre la licitud de su proceder al momento de la detención del señor Palacios Arenas. En su contestación a la acción de tutela, el director del Grupo de Espacio Público de la Policía Metropolitana no hizo referencia alguna a las acusaciones de maltrato formuladas por el actor; se limitó a informar que la regularidad del decomiso del cual éste fue objeto, el cual se llevó a cabo con un acta de mercancía abandonada, debe ser evaluada por el grupo de control disciplinario interno de la Policía. Por su parte, el Comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá se abstuvo de tocar el tema. Frente a este silencio por parte de los demandados, y dada la gravedad de las acusaciones del señor Palacios Arenas, la Sala no puede hacer otra cosa que dar por probada la ocurrencia de dicho maltrato en los términos en que lo ha descrito, sin contradicciones, el peticionario; así lo hizo igualmente el juez de primera instancia, quien no obstante restringió su decisión a avalar la competencia exclusiva de las autoridades disciplinarias de policía respecto del hecho: “el Despacho no desconoce los atropellos y trato degradante que refiere le dieron los integrantes de la policía que estaban en uso de sus funciones, las que son inminentemente preventivas y no represivas, por ende no pueden exceder las limitaciones establecidas en la Constitución, las leyes y los reglamentos, ni emplear medios incompatibles con los derechos humanos. Sin embargo, este tipo de extralimitaciones son objeto de investigación y sanción disciplinaria, la que efectivamente y en aras de garantizar y respetar sus derechos como ciudadano, es objeto de la investigación que originó la queja presentada por éste y según información del Comandante del Grupo de Espacio Público, fue remitida a la Oficina Grupo Control Interno Disciplinario MEBOG, en donde una vez se establezca si el acto fue irregular o no, se aplicarán las medidas disciplinarias a que haya lugar”.

4.2.2. La prohibición constitucional e internacional de impartir tratos crueles, inhumanos o degradantes.

La prohibición de someter a las personas a tratos crueles, inhumanos o degradantes ha sido formulada en términos absolutos por nuestra Constitución y por múltiples tratados e instrumentos internacionales de derechos humanos que vinculan al país. Por una parte, la Carta Política, cuyo artículo primero establece que Colombia es un Estado Social de Derecho fundado en el respeto de la dignidad humana, proscribe dichos tratos en su artículo 12, otorgándole a la garantía correspondiente el carácter de derecho fundamental: “Nadie será sometido a desaparición forzada, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.

Dicha prohibición hace eco del rechazo unánime manifestado por los miembros de la comunidad internacional frente a este tipo de tratos, que desconocen la dignidad intrínseca del ser humano; así, la prohibición en cuestión se ha consignado –en términos igualmente absolutos- en el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el artículo 5 de la Convención Americana de Derechos Humanos, así como en una serie de instrumentos destinados específicamente a combatir tales arbitrariedades: (i) la Declaración de las Naciones Unidas sobre la protección de todas las personas frente a la tortura y a otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, adoptada por la Asamblea General el 9 de diciembre de 1975 –cuyo artículo 2 dispone que cualquier acto que constituya un trato cruel, inhumano o degradante es una ofensa a la dignidad humana y deberá ser condenado por ser una negación de los propósitos de la Carta de la Organización de Naciones Unidas y de los derechos humanos más básicos-; (ii) la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes -ratificada por Colombia mediante la Ley 70 de 1986-, y (iii) la Convención Interameriana para prevenir y sancionar la tortura –ratificada mediante Ley 409 de 1997-. El hecho de que tales instrumentos y tratados no admitan excepción alguna frente a esta prohibición, ha llevado a la conclusión de que se trata de una norma de ius cogens, es decir, de un mandato imperativo de derecho internacional que no admite acuerdo en contrario, excepciones ni derogaciones por parte de los Estados, quienes están en el deber inaplazable e ineludible de dar cumplimiento a sus obligaciones en la materia[5].

La definición específica de qué constituye un trato cruel, inhumano o degradante no ha sido provista en forma abstracta por ninguno de estos instrumentos. Sin embargo, algunos organismos y tribunales internacionales de derechos humanos han adoptado decisiones y pronunciamientos que contribuyen a delimitar en forma más precisa el ámbito de aplicación de esta prohibición, por lo cual son relevantes para la resolución del caso bajo examen.

En primer lugar, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha expresado, en su Observación General No. 20 de 1992, que “la finalidad de las disposiciones del artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos es proteger la dignidad y la integridad física y mental de la persona”[6], y que “la prohibición enunciada en el artículo 7 se refiere no solamente a los actos que causan a la víctima dolor físico, sino tambien a los que causan sufrimiento moral”[7].

Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en el caso de Luis Lizardo Cabrera contra la República Dominicana[8], precisó que ni la Convención Americana de Derechos Humanos ni la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura establecen qué debe entenderse por “trato inhumano o degadante”, ni dónde se encuentra el límite entre éstas actuaciones y la tortura; sin embargo, recogiendo algunas definiciones adoptadas por los organismos europeos de derechos humanos, se estableció que (a) el trato inhumano es aquel que causa un sufrimiento físico, mental o psicológico severo, por lo cual resulta injustificable, y (b) el trato degradante es aquel que humilla severamente al individuo frente a los demás, o le compele a actuar en contra de su voluntad. También se estableció que para adquirir el carácter de inhumano o degradante, el trato en cuestión debe caracterizarse por un nivel mínimo de severidad, cuya evaluación es relativa y depende del caso concreto, en particular de circunstancias tales como su duración, los efectos físicos y mentales que genera, y el sexo, la edad y la salud de la víctima. En este orden de ideas, la distinción entre la tortura y estos otros tratos proscritos depende esencialmente de su nivel de gravedad.

A su vez, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha precisado otros elementos que contribuyen a delimitar el campo de aplicación de esta norma. En el caso de Loayza Tamayo contra Perú[9], se aclaró que la violación del derecho a la integidad física y psicológica de las personas es una categoría que abarca tratos con distintos niveles de seriedad, que van desde la tortura, hasta otro tipo de humillaciones y tratamientos crueles, inhumanos o degradantes, con distintos niveles de perturbación física y psicológica para los afectados. Así, se determinó que incluso en ausencia de lesiones físicas, el sufrimiento psicológico y moral del afectado, aunado a una perturbación psíquica generada por las autoridades, puede constituir trato inhumano, mientras que el trato degradante se caracteriza por los sentimientos de miedo, ansiedad e inferioridad inducidos a la víctima con el propósito de humillarla y degradarla. Esta situación, a los ojos de la Corte Interamericana, resulta exacerbada por la vulnerabilidad de las personas que han sido objeto de detenciones arbitrarias; según afirmó, cualquier uso de la fuerza pública que no sea estrictamente necesario para asegurar un comportamiento adecuado del detenido, constituye un asalto a la dignidad de éste último, en violación del artículo 5 de la Convención Americana, arriba citado. De esta forma, se caracterizaron como crueles, inhumanos y degradantes los golpes, el maltrato, y la intimidación con amenazas de más violencia de los cuales fue objeto la peticionaria.

La Comisión y la Corte Europeas de Derechos Humanos también han definido ciertos principios aplicables a la interpretación del artículo 3 de la Convención Europea de Derechos Humanos, que consagra la prohibición en cuestión; dichos principios son el del umbral mínimo de gravedad, y la apreciación relativa de ese mínimo. El primero de estos criterios, según el cual un trato no podrá ser calificado de inhumano o degradante a menos que sobrepase un determinado grado de seriedad, permite establecer dos niveles distintos de gravedad en el marco de la prohibición en comento: en primer lugar, aquel nivel o “umbral” que establece la diferencia entre la tortura y los demás tipos de tratos proscritos, y en segundo término, aquel que establece la diferencia entre el trato inhumano y el trato degradante. El primer umbral fue delimitado mediante la definición aportada por la Comisión Europea en los “Casos Griegos”[10] y por la Corte en el caso de Tyrer vs. Reino Unido[11], según la cual un “trato inhumano” es todo aquel que provoca voluntariamente en la víctima sufrimientos físicos o mentales de una intensidad particular, mientras que la calificación de “tortura” se reserva a los tratamientos inhumanos deliberados que provocan sufrimientos especialmente graves y crueles, caracterizados por la búsqueda de un fin determinado (definición de tortura que guarda coherencia con la que se consagró en la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura). Por su parte, el segundo umbral de gravedad –que separa los tratos inhumanos de los tratos degradantes- fue trazado por la Corte Europea en el asunto Tyrer, recién citado, donde se definió el “trato degradante” como aquel que humilla groseramente al individuo frente a sí mismo o frente a otros, o le obliga a actuar en contra de su voluntad o de su conciencia.

De otra parte, el criterio de la apreciación relativa ha permitido a la Corte Europea de Derechos Humanos evaluar la gravedad de los actos que se acusan de ser inhumanos o degradantes desde una perspectiva sensible al contexto específico de cada caso, para efectos de clasificarlos bajo una de las tres categorías del artículo 3 de la Convención Europea, dependiendo de cuál umbral de gravedad traspasen. La apreciación relativa del umbral de gravedad depende del conjunto de hechos que se presenten al tribunal competente para que éste decida; en la práctica, según han explicado algunos doctrinantes[12] este criterio de apreciación es doblemente relativo, porque el conjunto de elementos del caso incluye tanto parámetros internos como externos al mismo: (i) los parámetros internos se refieren a la naturaleza y contexto del trato o pena estudiado, así como sus modalidades de ejecución, su duración, sus efectos físicos y mentales, y a veces el sexo, edad y estado de salud de la víctima; (ii) los parámetros externos se refieren al contexto sociopolítico en el cual se inscribe el caso; son pautas sociológicas que permite tener en cuenta la evolución de las sociedades democráticas, y resultan determinantes para la apreciación relativa del umbral de gravedad.

En cuanto a la calificación de los actos violentos en los que incurren los agentes de policía frente a los particulares, existe un pronunciamiento específico de la Corte Europea de Derechos Humanos -el caso de Tomasi vs. Francia, del 27 de agosto de 1992-, en el cual se evaluaron ciertos abusos en los que incurrió la policía francesa frente a un individuo que había sido detenido por sospecha de terrorismo. En este caso, la Corte se rehusó a efectuar un juicio de proporcionalidad de las actuaciones policivas en cuestión, argumentando que ello no era necesario, puesto que las necesidades de la investigación y las dificultades innegables de la lucha contra la criminalidad no pueden conducir nunca a una limitación de la protección debida a la integridad física de la persona; con ello, calificó los abusos físicos y psicológicos infligidos por la fuerza pública a los particulares como desproporcionados por naturaleza, y violatorios –en consecuencia- del artículo 3 de la Convencion Europea, por su incompatibilidad fundamental con los principios básicos de una sociedad democrática. Así, cualquier abuso de la fuerza ejercido sobre la persona física o sobre la psiquis de un detenido constituirá, prima facie, una violación de la prohibición de infligir tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.

Sobre la base de las anteriores reglas, que son plenamente aplicables en el contexto colombiano –por mandato del artículo 93 de la Carta Política-, concluye la Corte que no cabe duda sobre el carácter de trato inhumano y degradante del que fue objeto el señor Palacios Arenas por parte de la tripulación del Camión del Grupo de Espacio Público que le recogió la tarde del 15 de diciembre de 2002. El carácter ofensivo, peyorativo y humillante del lenguaje utilizado por uno de dichos agentes para dirigirse –en público- al actor, así como su sujeción a golpes y empellones por parte de la fuerza pública para efectos de subirlo y bajarlo del vehículo en cuestión, no sólo debieron generar en el peticionario un determinado nivel de sufrimiento físico y moral incompatible con su dignidad, el cual resultó exacerbado por su situación de vulnerabilidad frente a un grupo de agentes de la fuerza pública que se disponían a privarlo de su libertad –en forma arbitraria, como se verá-, sino que además le humillaron gravemente frente a quienes ejercían con él la actividad de venta ambulante, frente a los demás transeúntes que circulaban por la vía pública a esa hora, y frente a sí mismo, según se deduce de sus afirmaciones inequívocas ante las autoridades. Teniendo en cuenta el contexto socioeconómico en el cual se inscribe este caso, reseñado en los acápites precedentes,  y el hecho de que el actor se encontraba desarrollando una actividad tendiente a satisfacer su mínimo vital, la Sala refuerza su conclusión sobre el carácter fundamentalmente abusivo, excesivo, innecesario y desproporcionado del trato impartido por los agentes de policía en cuestión al peticionario.

La imposición de estos tratos por parte de los agentes de la fuerza pública no sólo es frontalmente incompatible con el ejercicio de la actividad de policía en un Estado Social de Derecho, y desconoce las obligaciones constitucionales e internacionales del país –violando, por lo anteriormente señalado, normas de ius cogens-, sino que no encuentra amparo alguno en el contexto normativo dentro del cual, como se vió, deben ejercerse el poder, la función y la actividad de policía en nuestro país. Así, se contrarió abiertamente la legalidad que debe gobernar la actividad de la policía al momento en que se sometió al actor a tales vejaciones, puesto que no existe ningún título jurídico que justifique un exceso semejante en el ejercicio de la coerción por el Estado; lo que existe es, precisamente, una prohibición de incurrir en estas actuaciones, que fue violentada en términos graves por los agentes implicados, quienes dieron curso libre a sus impulsos violentos en la persona del peticionario, incurriendo por ende en una aplicación innecesaria, desproporcionada y a todas luces reprochable de la coerción estatal cuyo monopolio detentan.  Por sus posibles consecuencias penales, y teniendo en cuenta que los agentes que perpetraron la arbitrariedad en cuestión han sido descritos físicamente por el actor -según se señaló en la primera parte de esta providencia-, se compulsarán copias de esta providencia al Comisionado Nacional para la Policía, para lo de su competencia, y para que, además, estudie las medidas a impulsar después de las valoraciones pertinentes, respecto de las posibles violaciones de la ley penal.

También considera la Sala necesario hacer hincapié en la reacción del juez de tutela y de las autoridades de policía que han intervenido en este proceso frente a la acusación presentada por el tutelante respecto de los tratos de que fue objeto. De conformidad con los artículos 16, 12 y 13 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura, ratificada por Colombia mediante la Ley 70 de 1986, cuandoquiera que en el territorio de uno de los Estados Partes se alegue que se ha cometido un acto que equivalga a trato cruel, inhumano o degradante, o existan razones de peso para creerlo, las autoridades competentes deberán proceder en forma pronta y eficaz a adelantar las investigaciones correspondientes, con miras a sancionar a los culpables. Estas investigaciones no pueden limitarse a una simple verificación disciplinaria, adelantada por el grupo de control interno de la Policía, el cual ni siquiera ha informado al actor sobre el progreso de las investigaciones que se encuentra desarrollando; por la seriedad de estas acusaciones, considera la Corte que debió alertarse desde un principio a las autoridades penales competentes, para que éstas determinaran la posible comisión de un delito en contra del afectado. Si bien la responsabilidad disciplinaria es una de las posibles formas de sanción aplicables a quienes incurran en estos actos, ello no excluye la posible declaratoria de responsabilidad penal –y civil- por los mismos hechos. Por ello, no era suficiente con remitir copia de la queja presentada por el actor a las autoridades disciplinarias internas correspondientes.
. Pautas mínimas de comportamiento policivo frente a la ciudadanía.

No puede la Sala dejar de hacer referencia, muy brevemente, a la necesidad inaplazable de que los integrantes del cuerpo uniformado de Policía de nuestro país sean instruidos y formados -por las Escuelas competentes y por sus superiores- en cuanto a las pautas mínimas de respeto por la dignidad de las personas que deben observar, sin falta, en cumplimiento de sus funciones y deberes constitucionales y legales. Como ya se dijo, el ciudadano del común se encuentra en una posición de total indefensión y vulnerabilidad frente al aparato coercitivo del Estado, y puede muy fácilmente convertirse en la víctima inerme de abusos policivos como el que dió lugar a la interposición de la tutela de la referencia, que constituyen atentados injustificables contra la dignidad. Para efectos de prevenir este riesgo, más que esforzarse en imponer medidas sancionatorias o disciplinarias ante hechos cumplidos, las autoridades policivas deben garantizar de entrada que todos sus agentes respeten al máximo ciertos parámetros básicos de conducta frente a la ciudadanía, en cuyo cumplimiento se juega el respeto por la dignidad propia de las personas.




[1]  Sentencia C-024 de 1994, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
[2]  Sentencia C-024 de 1994, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
[3]  En este sentido, se puede consultar la sentencia T-835 de 2000 (M.P. Alejandro Martínez Caballero).
[4]  Ver la sentencia T-638 de 1996 (M.P. Vladimiro Naranjo Mesa), entre otras.
[5]  Ver, en este sentido, SUDRE, Frédéric: “Article 3”. En: PETTITI, Louis-Edmond; DÉCAUX, Emmauel; IMBERT, Pierre-Henri (eds.): “La Convention Européenne des Droits de l’Homme – Commentaire article par article”.
[6] Comité de Derechos Humanos, Observación General No. 20: “La prohibición de la tortura y los tratos o penas crueles”, 1992.
[7]  Id.
[8]  Caso No. 10832 de 1997; en él se estudió la situación de un individuo que había sido arrestado y torturado por las autoridades dominicanas, luego de haber sido acusado de actividades terroristas y robo.
[9]  Decisión del 17 de diciembre de 1997.
[10] Casos de Dinamarca, Noruega, Suecia y Países Bajos vs. Grecia, decisión de la Comisión del 24 de enero y 31 de mayo de 1968; y de Dinamarca, Noruega y Suecia vs. Grecia, decisión de la comisión del 16 de julio de 1970.
[11] Decisión del 25 de abril de 1978.
[12]  Ver SUDRE, Frédéric: Op. Cit.
 

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