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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Colombia: de nuevo en busca de la paz



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Los movimientos sociales han venido exigiendo un proceso de paz en el que no sólo participen Estado y guerrillas sino que incluya a todos los actores, incluídas las organizaciones sociales, para atacar las verdaderas causas de la guerra: la pobreza y la exclusión - Foto: Andrés Monroy GómezAgosto 28 de 2012
El anuncio público sobre la firma de un acuerdo de acercamiento entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) para adelantar un eventual díalogo de paz no sólo confirma lo que ya se venía rumorando en los corrillos cercanos a la Casa de Nariño sino que cambia el panorama político nacional, redefiniendo de qué manera se desenvolverán los sucesos por venir en los próximos meses.
La alocución presidencial del pasado lunes corrobora lo anunciado el viernes 24 por el Canal Capital y posteriormente por Telesur: desde hace varios meses se venía negociando en secreto un acuerdo entre el gobierno Santos y la guerrilla más antigua del mundo para iniciar negociaciones. El documento, firmado en La Habana bajo el auspicio de varios gobiernos amigos del proceso de paz –en particular Venezuela, Cuba y Noruega– aún no se ha revelado ni se conocen los puntos definidos por los negociadores de ambas partes, sin embargo, ya ha trascendido que las conversaciones iniciarán el 5 de octubre en Oslo (Noruega).
En su escueta intervención ante los medios nacionales, el presidente Juan Manuel Santos confirmó que se vienen adelantando estas “conversaciones exploratorias con las FARC para buscar el fin del conflicto”, aunque no hizo mención a la existencia del documento y planteó como “principios rectores” para los acercamientos que “primero, vamos a aprender de los errores del pasado para no repetirlos; segundo; cualquier proceso tiene que llevar al fin del conflicto, no a su prolongación; [y] tercero, se mantendrán las operaciones y la presencia militar sobre cada centímetro del territorio nacional”.
El mandatario colombiano aseguró también que el “el ELN ha manifestado a un medio de comunicación internacional su interés en participar en conversaciones dirigidas a poner fin a la violencia. A ese grupo guerrillero le digo que, dentro del marco de estos principios rectores, ellos también podrían ser parte de este esfuerzo por terminar el conflicto”, aunque no mencionó si existían contactos con otros grupos armados, como el EPL.
Enemigos de la paz
No será fácil para el gobierno ni para las FARC llevar a cabo estos diálogos. Múltiples han sido los intentos, desde el surgimiento de las guerrillas actuales, a mediados de los años 60, para llevar a cabo negociaciones de este tipo: todos y cada uno han sido saboteados por sectores de ultraderecha de las clases dominantes y el alto mando militar que, de manera pública o a través de una violencia sin recato en contra de negociadores y bases sociales de la insurgencia, han evitado que el anhelo de paz se convierta en realidad.
Y esto resulta particularmente evidente en la actualidad, cuando distintos sectores de las clases dominantes sostienen una fuerte lucha entre sí para definir el dominio sobre el aparato estatal y el rumbo del país. El expresidente Uribe, hasta la semana pasada, había venido usando la posible existencia de estos diálogos como arma política contra Santos, denunciando que el actual mandatario, quien fuera su ministro de Defensa, había abandonado la seguridad como prioridad para el crecimiento económico del país, a través de la inversión extranjera.
Luego del anuncio presidencial, Uribe ha guardado un curioso silencio en las redes sociales y sólo se conocen sus declaraciones en un evento en Barranquilla, donde calificó como una “ofensa a la democracia” al acercamiento entre el gobierno de Santos y las FARC, y una entrevista que dio a El Heraldo, unas horas antes de la alocución televisiva de Santos, donde se pregunta: “¿qué puede negociar una democracia con el terrorismo? Van a negociar la elegibilidad de terroristas”.
Ambos sectores de las clases dominantes, representados en Uribe y Santos, tienen relativa unidad en que deben terminar la guerra para facilitar la inversión extranjera y el dominio de las empresas transnacionales, principalmente del sector minero energético, y en que implementando la estrategia de copamiento militar que han aplicado durante más de una década, con el Plan Colombia financiado por EE.UU., pueden llevar a las guerrillas a la rendición o a una mesa de diálogo.
Sin embargo, el hecho de negociar con la insurgenca alrededor de los temas fundamentales, de las causas de la guerra, hoy aumenta la división entre ellos, pues para la ultraderecha liderada por Uribe parece más viable el aniquilamiento militar de los alzados en armas o su rendición que tocar, en el espacio privilegiado para una solución política, rápida y que reduzca los costos de la confrontación, asuntos como el modelo agrario imperante en Colombia, la extrema pobreza, la crisis humanitaria, la desbocada violencia estatal, los derechos fundamentales de la mayoría de la población y los mecanismos de participación política existentes en el país, todos ellos parte de los motivos que llevaron hace 48 años a algunos campesinos a empuñar las armas para defender su vida y plantearse otro modelo de nación y a que hoy sean miles los combatientes de las fuerzas irregulares.
Así, la apuesta de las clases dominantes por la paz, independientemente de las intenciones de Santos o Uribe, no busca resolver los problemas fundamentales de la nación o traer bienestar a la población sino permitir que la industria de la extracción funcione a su máxima capacidad, situación que la ‘seguridad democrática’ no logró y que la guerra tampoco permite: como señaló Santos, ‘es fundamental terminar el conflicto’, pero las clases dominantes buscan que esto se dé con acomodo a sus intereses, sin responder a las necesidades del pueblo colombiano y generando máximos beneficios a la inversión extranjera.
A la ultraderecha representada por Uribe Vélez, si es que quiere beneficiarse del cambio que implica el anuncio de estas negociaciones, le quedan dos opciones: mantenerse en oposición a unos diálogos de paz que el país reclama a gritos desde hace años o plegarse al proceso de paz para luego sabotearlo. Esta última opción la tomaron miembros de la cúpula militar, terratenientes, narcotráficantes y algunos de los más importantes empresarios del país cuando, a mediados de los años 80, construyeron un moderno aparato paramilitar para perpetrar el genocidio político de más de 4.000 miembros de la Unión Patriótica (UP) y evitar así cualquier posibilidad de participación política de gentes con otra propuesta de país o de los mismos insurgentes. La reorganización de los múltiples grupos paramilitares, la aparición del grupo anti restitución y la campaña de propaganda negra contra quienes, desde las organizaciones sociales, promueven una solución política al conflicto armado no parecen buenos augurios en la situación actual.
Con esperanza en el diálogo con todos
De otra parte, los acercamientos entre gobierno y FARC se hacen públicos en una época en que diversas organizaciones sociales han hecho más sentido el llamado a abrir los diálogos de paz y vienen rechazando que el presidente de la República tenga el monopolio para convocar a negociaciones, como se plantea en el Marco Jurídico para la Paz, cuando los verdaderos efectos de la guerra los sienten los pobladores de las regiones en las que la contienda se vive con mayor intensidad, las comunidades campesinas, los pueblos indígenas, los afrocolombianos y, en general, todos los pobres del campo.
La exigencia de los campesinos y los pueblos originarios del norte del Cauca para que los actores armados salgan de sus territorios ancestrales, recientemente puesto en evidencia con la expulsión de militares y guerrilleros de los resguardos en Toribío por parte de la guardia indígena, y su propuesta de realizar diálogos regionales de paz con todos los grupos vinculados en la confrontación armada marcan un camino para el país.
Así lo vienen reconociendo e impulsando las principales plataformas de articulación de los movimientos sociales, especialmente el Congreso de los Pueblos y la Marcha Patriótica, que además plantean un factor clave para un proceso de paz efectivo: en la mesa de negociación deben participar las organizaciones sociales y los sectores populares, planteando cambios de fondo en la estructura económica y social de Colombia que permitan enfrentar la desigualdad imperante y resolver, por ejemplo, la profunda descomposición social que ha traído consigo el narcotráfico y que podría, a mediano plazo, generar un fenómeno criminal y mafioso mucho peor que el existente en Centroamérica.
Si bien es cierto que unos encuentros entre gobierno y guerrilla por fuera del territorio nacional y con una elevada discreción son indispensables, éstos no conducirán a nada sin que se realicen estos diálogos regionales y sin que se garanticen espacios para la participación de toda la sociedad, sin exclusiones y en igualdad de condiciones, en la definición de un nuevo proyecto de Estado y nación.
Si la llamada ‘sociedad civil’ no puede proponer nada sobre asuntos como el modelo económico, empleo, tierras, derechos humanos, víctimas, presos políticos y sociales, etc., y se permite que sean sólo los voceros de las partes contendientes las que definan un giro de estas proporciones para el rumbo del país o si las conclusiones de este proceso apuntalan aún más el caduco modelo económico de las clases dominantes, ¿qué garantizará que la paz en Colombia no siga siendo una quimera?

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